Esa mañana del 31 de diciembre, desperté con una llamada perdida de mi hermana, que en ese momento se encontraba en Chile. Ese día en particular venía marcado: trabajaba en el restaurante lavando platos y, en la tarde, en el supermercado de cajera. Un día largo, cargado, inevitable.
Cuando le devolví la llamada, me dijo que tenía algo que contarme. Rápidamente busqué todas las opciones a lo que ese tono de voz podía responder. Y antes de que ella pudiera continuar, yo solo respondí: “ay, la Pili”. Me dijo: “sí, la Pilita murió esta mañana”.
La Pili era una Yorkshire que me regaló mi madrina. Fue la última camada de su perra, Missy, mascota adorada por ella. La Pili tenía una personalidad de reina: mandona, gruñona, pero a nosotras nos amaba con locura. En marzo habría cumplido 17 años.
En ese instante, surgió un pensamiento absurdo y práctico a la vez: ¿qué hago ahora con esta información?, ¿en este día y momento?, sabiendo que estoy lejos, a 14 horas de mi país y de mi familia.
Quise evadirme y colgar para solo continuar con el día, pero también me dije por dentro: ella se merece el llanto que estoy a punto de soltar. Lloré con ruido, con la voz de mi hermana de fondo, tratando de contenerme.
Ya quedaba una hora para entrar a trabajar. Intenté sostenerme y convencerme de que era algo que esperábamos. Pero con la Pili yo sí tenía un vínculo especial, que, por romantizar, me gusta pensar que ella escogió ese día porque era amante del drama y que otro día mejor para que ella fuera el centro, que la víspera de un Año Nuevo y a solo unos días de mis 30.
Realmente, para no olvidar.
Entre tanto, mi hermana me contó que, días antes, la Pili se había comido el pollo del plato del perro de mi abuela. Muy de ella: “¿y para qué lo dejan ahí, si saben que me gusta?”. Fue hermoso tener ese último detalle en la mente.
Colgué y pensé en ir a la pieza de Faith, una de las chicas de la casa donde estaba viviendo, acostarme con ella y que me diera el abrazo que tanto necesitaba. Pero ya había decidido intentar evadirme, pese a que ese día no iba a ser yo.
Así que me vestí, subí al auto y traté de seguir. En esos momentos la frase volvía una y otra vez: “mi Pili se murió, realmente llegó el día”. Puse en alto una radio cualquiera y continué.
Ya en el trabajo, saludé callada, con la cabeza baja, y pasé de largo. Me puse a ordenar y repartir las cosas de la cocina.
Llegó a trabajar conmigo Rai, irónicamente el chico a quien le había roto por accidente su celular días atrás. Le pregunté cómo iba eso. Le advertí que no estaba en alma para trabajar. Cuando le conté que mi perro había muerto, se me quebró la voz. Me dio un abrazo torpe y me dijo que le avisara si necesitaba un break o un vaso de agua.
Trataba de lavar, a ratos me calmaba, a ratos caían las lágrimas, y volvía a repetirme a mí misma: “Dani, aquí no”.
Uno de los chicos de la cafetería, Rudy, cuando fue a dejar un par de tazas y platos, notó que algo estaba mal. Solo evité su mirada. Aun así, intentó animar el ambiente con comentarios burdos, sin preguntar nada directamente. Pero a él no tenía ganas de contarle.
Pasó uno de los chefs a preguntar cómo estábamos, Sam, head chef del restaurante. Le dijo a Rai: “bueno, tú te ves bien, pero Dani parece estar preocupada”. Le dije en voz baja, casi en silencio, lo que había pasado. No supo qué decir; un hombre que puede cocinarle a 300 personas en un día, era una materia que no tenía idea de cómo
manejar. Tímidamente murmuró “ah” y se marchó. Me hizo gracia y se lo agradecí sin decirlo.
Otro de los cocineros, Yuan, que siempre que pasa por mi sección solemos compartir una pequeña risa, esta vez, cuando me preguntó finalmente si estaba bien, justo me pilló en un momento donde pensé en la Pili. Solo pude mirar hacia abajo y negar con la
cabeza tímidamente. Él entendió rápidamente y se fue en calma.
Sabía que en un rato llegaría Rafa, uno de los chef que irradia calidez. No somos
amigos, pero nos tenemos un cariño solo por esos instantes que compartimos en el trabajo. Quería que llegara Rafa; a él sí le quería compartir lo que había sucedido.
Cuando llegó, pasó de largo saludando a la rápida. En un momento que pasó de vuelta por mi sección, me vio y preguntó si estaba cansada por los días ajetreados que habíamos estado teniendo, finalmente le compartí mi noticia. Sentí su empatía y sinceridad cuando me dijo lo mucho que lo sentía, lo agradecí. Pero, a la vez, ambos sabíamos que se venía un día duro y no había mucho tiempo para abrazos. Aun así, al final de mi turno, me esperó a la salida para poder darme el abrazo que antes no habíamos podido compartir.
Antes, ya en la mitad de ese día, cuando llegó la hora de mi break, aproveché de llamar a mi mamá. Si alguien llegaba a sentir esa muerte tan profunda como yo, era ella.
La Pili la adoraba, algo que me encantaba observar: era cuando caminaba a su lado, ver cómo la Pili tenía una postura distinta, orgullosa, como si dijera: “miren la joya que tengo entre mis patas”.
Mi mamá me preguntó cómo estaba. Le dije que no quería hablar mucho de eso. Ella se sentía parecido. Intentamos hablar sobre Navidad, pero inevitablemente volvió a preguntarme por mí. Si bien entendía que ella también estaba preocupada por mí, yo
no tenía ganas de compartir.
Cuando volví del break, me tocó repartir cosas por la cocina. Pasé por una estación donde me crucé con Carla, la matriarca del lugar.
Ella solo me dijo: “ay, Dani, Dani”. Pensé que lo dijo por el caos del día y porque ambas nos encontrábamos en situaciones similares, pero en secciones distintas. Fue ahí que me abrazó y me dijo: “lo siento tanto, Dani, sé que es difícil y gracias por estar aquí. Si necesitas algo o necesitas irte antes, solo dilo”.
Me sorprendieron aquellas palabras, respondí a ese abrazo con fuerza, porque también sabía lo cargada y cansada que se encontraba ella. La cocina realmente es un lugar ingrato para todo lo que llega a entregar.
No puedo explicar lo que esas palabras le hicieron al resto del día, lo acompañada que me hizo sentir, estando tan lejos.
Llegó el turno en mi segundo trabajo, el supermercado. Mi cansancio se notaba, pero me tocó trabajar con Gabi, con quien agradecía en este día en particular, compartir la tarde. Me notó cansada, así que le conté sobre la Pili, pero al menos la voz ya no se
me quebraba al mencionarlo.
No tenía ganas ni energías de actuar de otra forma. Pese a que mi ánimo, estaba mejor de cómo comenzó.
Más tarde hablé con Neiri, con quien también compartí el turno de aquella tarde y mi noticia. Ella es una mujer impresionante, pese a que su aspecto o su personalidad no llegan a reflejar todas las historias de vida que guarda.
Ese día, dentro de las historias que me compartió, fue de cuando “murió” por unos minutos. Me comentó sobre la paz y tranquilidad que llegó a sentir por esos breves instantes antes de ser reanimada.
En ese minuto, me alivió imaginar a mi Pili en ese estado de calma tan hermoso que me estaban describiendo.
Ver a la gente haciendo sus compras de Año Nuevo también fue suavizando mi ánimo. Pude observar las distintas formas: algunos ya totalmente vestidos para la noche y por otro lado, unos enamorados que solo querían compartir entre ellos en casa. Vidas pequeñas, cruzándose.
Al volver a casa, me encontré con Siri, otra de las chicas con quien vivo. Se encontraba con una amiga, arregladas para al rato salir a la playa y ver los fuegos artificiales.
Les conté sobre la Pili. Siri rápidamente se levantó a darme un abrazo y partió a
prepararme un trago. Me senté con ellas. Recordé que días antes, Siri me había
regalado un vestido que ella ya no quería y que pensé: “está para Año Nuevo”. Por lo que fui a darme una ducha y a ponérmelo.
Por otro lado, esa tarde, antes de comenzar con mi segundo trabajo, fui a comprar un espumante y una bolsa de uvas. No sabía qué iba a hacer esa noche, pero sí sabía que quería sentirme un poquito yo.
Al rato, Siri y su amiga sacaron su parte de la bolsa, partieron en un Uber y me dijeron que si después iba a la playa, les escribiera. Me quedé pensando un rato qué hacer. Por un lado pensé en esperar hasta la medianoche, tomar una copa, pedir un deseo por uva e irme a dormir.
Pero decidí que ese vestido merecía un paseo. Así que me puse una chaqueta, pesqué un bolso, eché el espumante y las uvas. Entre medio, decidí que esa noche haría otra de las tradiciones que me gustan: pasar la medianoche con un billete en el zapato. No tenía billetes australianos, pero en un pequeño bolso que viaja conmigo, vi que tenía pesos chilenos.
Un billete de 10 mil, y pensé: “¿qué representa la abundancia si no es esto?”. Me metí el billete en el zapato y partí con mi bicicleta a la playa principal, donde sabía que iban a estar algunos de mis roomates.
Ya casi a las doce, aún no lograba encontrar a las chicas de la casa y, al ver que quedaban tres minutos para la medianoche, dije a mis adentros: Bueno, me sentaré y esperaré aquí.
Quise llamar a mi hermana, pero no contestó. Y nuevamente dije: Será de esta forma entonces. Me senté, miré al cielo, abrí el espumante, comí mis doce uvas y pensé en mi Pili, quien sin duda me mantuvo acompañada todo ese día.
Al segundo de terminar los fuegos artificiales, miro a mi derecha y me encontré con Faith; nos abrazamos fuerte. Al rato pude hablar con mi hermana y con mi familia por teléfono. Luego me encontré con otra amiga, y a su vez con Siri.
Solo fueron saludos fugaces; tenía claro que solo quería que el día terminase ahí.
Les dejé la botella a media tomar.
Y volví a casa.
Daniela Navarro
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